Hay un árbol que nos vio. Un árbol viejo, centenario, que está harto de tener a gente a su alrededor haciéndose fotos. Todos sonríen frente a él, se maravillan con sus enormes raíces, abriéndose paso en el asfalto, y sus ramas retorciéndose en el aire. Es el símbolo de una ciudad, el lugar de encuentro de muchos de sus habitantes y amantes.
Pero él no nació en ese enclave, su vida empezó hace unos seiscientos años en medio de la montaña, siendo libre y no observado. Pero hace poco más de veinte, alguien decidió que sería una bonita decoración para esa plaza. Y lo es, no nos vamos a engañar. Cuando lo vi, me maravillé, igual que el resto. Pero al contrario que muchos, la foto que le tomé no fue nada más que una excusa para poder captarte mientras lo mirabas. Estabas de espaldas, no se veía tu cara, pero me daba igual. Solo quería tener ese recuerdo tuyo de ese momento efímero que no se volverá a repetir.
Pero él nos vio. Se nos escapó una sonrisa frente a él y un breve suspiro que llegó hasta sus hojas. Y ahora nos recuerda y hace que cada vez que uno de nosotros pasemos frente a él, no podamos evitar añorarnos. Un árbol viejo acumula muchos recuerdos, su entorno determina su forma, su color, su fuerza y tamaño. Y este, además, ha pasado los últimos años nutriéndose del aliento de personas que esperan a alguien que, seguramente, jamás regresará.