Olor

Pocas cosas estimulan mi cuerpo y mi cerebro como los olores. Soy incapaz de recordar nombres y caras, tanto de personas como de ciudades, los olvido con suma facilidad. Pero si un olor captó mi atención mientras estaba sentada con esa persona o paseaba por ese enclave, jamás lo olvido. Me lo imagino como un grupo de pequeñas partículas rodeándome, entrando por la nariz, subiendo por mis fosas nasales hasta pasar al paladar. De allí, se mezclan con la saliva y viajan hasta el estómago, el cuál hace su trabajo y las introduce en mi sangre. Y ésta viaja por cada recoveco del cuerpo hasta que llegan al cerebro, quedando algún rincón impregnado para siempre.

Pueden pasar días, meses o incluso años hasta que ese olor vuelva a mi, pero cuando lo hace es capaz de dispararme directo al corazón y las tripas. Noto en cada poro de mi piel lo que sentí, lo que pensé, lo que viví. De una nube borrosa empiezan a salir colores y formas hasta que reproducen, como si de una película se tratara, ese instante en el que ese olor penetró en mi cuerpo. Y a veces me estremezco, otras sonrío, otras, simplemente, intento ignorarlas. Hasta que desaparece de nuevo ese olor y, tras respirar hondo, espero a que mi cabeza deje de emitir esas descargas eléctricas.

Así que, aunque deje de verte, de hablarte o pretenda que nunca has existido, si un día me cruzo con tu aroma sobre la piel de otro, no podré evitar sentirte a ti. Y aunque jamás vuelva a pisar los lugares que compartimos, el olor a arena y mar me trasladarán a esas noches sin final. Pero no pasa nada. Por lo menos olvidaré tu nombre y tu cara, eso se me da bien.

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