Me desperté en medio de la noche. Tenía los ojos totalmente abiertos, cuando un ruido terrible empezó a resonar en la abadía. Eran una mezcla de gritos y risas, pero no era capaz de determinar que fueran humanos. Y de repente, el silencio … El silencio más oscuro que podrías imaginar. En verano, Mont Saint Michel está lleno de vida nocturna gracias al jardín que rodea la abadía, y las luciérnagas alumbran todos los caminos que se cruzan alrededor de las flores.
Pero esa noche no… Estaba despierta, realmente lo estaba, pero cuando me asomé por la ventana sólo vi oscuridad y no podía oír nada, ni siquiera el mar. El mar … ¿Dónde estaba el mar? ¿Había bajado la marea? No, imposible, la de esa luna era precisamente una de las más altas. Pero no podía oír el agua estrellarse en las rocas. Decidí salir a echar un vistazo. Calzada con mis alpargatas y vestida con un simple camisón de algodón, salí por la ventana de la habitación tratando de no pisar las flores que crecían a sus pies. Salí del recinto de la abadía y empecé a andar por las callejuelas que la rodeaban. Nadie en ellas. Solo las pequeñas y tintineantes luces de los fuegos que iluminaban las esquinas, los cuales luchaban contra la intensa humedad para no acabar apagándose. Caminé hasta el final del camino que llevaba al agua totalmente sola, sin luciérnagas, ni perros, ni gatos … ¿dónde estaban?
Sólo podía escuchar mi respiración.
Al final del abrupto camino, estaba el mar. Absolutamente tranquilo, sin olas, sin viento… Y entonces la vi acercarse. Desde el interior del mar y difuminando el manto negro de la noche: la niebla. Llegó muy rápido, a duras penas podía moverme porque era tan densa que no conseguía ver el camino de retorno. Empecé a asustarme. Mi corazón latía con fuerza y con cada respiración esa niebla que me rodeaba ejercía presión sobre mi piel. Era una sensación extraña. Hacía calor, pero esas pequeñas presiones era frías como el hielo.
Y luego, una vez más ese ruido con risas y chillidos mezclados. Me tapé los oídos con las manos, pero no sirvió de nada. Cada vez eran más intensos y resonaban con más fuerza dentro de mi cabeza. Hasta que grité yo y, entonces, me desmayé.
Cuando desperté, estaba en mi cama y el sol entraba en mi habitación a través de la ventana. Respiré aliviada, aunque estaba convencida de que no había sido un sueño. La gran duda en ese momento era, ¿cómo había regresado a mi cama?